Para Mr Tucumán y señora, feliz día. Creo que os lo prometí en una noche veraniega. Sólo espero que disfrutéis con este equeño relato.
CON VISTAS AL MAR
Las calles apestaban a cloaca. Ese olor nauseabundo del verano y una canícula insoportable en la gran ciudad fueron los detonantes para no aguardar a mi mujer. El apartamento de la playa nos esperaba, pero yo decidí adelantarme unos días antes de que a ella le dieran las vacaciones. La comprensión de mi mujer hizo que mi cara tuviera una sonrisa de niño pequeño mientras metía la ropa en la maleta. Por supuesto, con el bañador en una mano para dejarlo en último lugar, ya que era lo primero que sacaría nada más entrar al apartamento por la tarde.
El ansia por llegar sólo agudizó que el viaje en coche se me hiciera más largo y me preguntara constantemente si, por las prisas, me había despedido o no de mi mujer. O peor aún, si mi beso de despedida le había sabido a nada mientras que, a mí, a playa. Aunque el pensamiento de culpa se desvaneció según llegué, abrí las ventanas y, mientras me deleitaba con la vista, me imaginaba ya el contacto frío del agua en la piel. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba pisando la arena fina de la playa. Sigo zambulléndome la primera vez como cuando era niño y entraba corriendo al agua hasta que las piernas no daban más de sí y… ¡splash! caía en plancha sobre las olas. ¡Qué sensación! Y allí estuve, a cien metros de la orilla, donde el mar está delimitado por boyas para los bañistas, flotando como una más, como un cuerpo inerte, boca arriba, sin oír ni gente en la playa, ni olas que rompen cerca de la orilla… Todo lo contrario, oyendo la paz del silencio, calma para un urbanita, hasta el anochecer.
El mar cansa, así que, de camino a casa, me arriesgué a contraer la salmonela y me tomé un sándwich de cangrejo de la máquina expendedora del chiringuito. Después fue llegar, abrir la puerta y, sin quitarme el bañador, caer a plomo, dejando que la viscoelástica se hiciera cargo del volumen de mi cuerpo.
Amanecí bien entrada la mañana y, al sentarme en la cama para desperezarme, sentí que el suelo era algo extraño. Puse el pie en el gres y aquello se pareció a la huella de un astronauta en la luna. Había un polvo de escándalo, con perdón, (aunque esto no se ponía nunca, hay que pedir perdón, ya que en los tiempos que corren todo lo que se dice parece tener, por naturaleza, doble interpretación, y una de ellas siempre tiene connotaciones sexuales), un polvo (perdón otra vez) que con las ganas de playa con las que llegué me pasó desapercibido. Así que, antes de tomar siquiera un café, saqué la aspiradora de su guarida.
A medio día bajé a la piscina para refrescarme de la paliza limpiadora. Saludé a Emilio, el portero, que andaba en su garita ordenando el correo. Hablamos un rato de cómo nos iba la vida hasta que me despedí:
- Bueno majo, voy a darme un chapuzón en la piscina.
- Este año tenemos una chica de socorrista en la piscina –me dijo el portero.
- Hmmm… intersante… -dije guiñando un ojo pícaramente mientras me alejaba de su mostrador.
A cualquier hombre le dicen que en la piscina hay una socorrista y, lo primero que piensa es en simular ahogarse para que le haga el boca a boca.
Al verla supuse que estaba en forma, en incluso buena (forma), aunque con una camiseta dos tallas más grande de la Cruz Roja y unas gafas de sol que le cubrían la cara, uno no podía sacar muchas conjeturas, así que, pasé del voyeurismo y me dediqué a nadar para hacer un poco de hambre.
Después de la siesta me animé a bajar al campo de fútbol-sala que había en la urbanización al lado de la piscina. Pensaba que los jóvenes ya sólo se echaban pachanguitas de voley-playa en vacaciones, pero no, estaba equivocado. Bajé a quitarme el mono: llevaba dos semanas sin hacer deporte. Al verme me aceptaron enseguida. Puede que les gustara eso de jugar con un tío más mayor, quizá por reírse de él, quizá porque tuviera más experiencia en el juego, no lo sé, ni quiero darle importancia. A los veinte minutos pararon para descansar. Lo vi aceptable ya que el calor estaba haciendo mella.
Poco después, al terminar el segundo tiempo, nos lanzamos a bomba en la piscina. Me dejé arrastrar por esa explosión de jolgorio en el agua. Supuse que la socorrista ya estaba acostumbrada a esta espontaneidad juvenil tras los partidos de la tarde, y no dijo nada. Incluso algunos chavales bromeaban con ella. Aquello duró un rato, y el primero en abandonar el gamberrismo acuático fui yo, que me marché secándome camino de casa.
Después de cenar bajé a dar una pequeña vuelta y abandonarme en una terraza junto al mar con un combinado de ginebra en la mano. Cuando salía de la urbanización, los muchachos del fútbol alborotaban tras de mí, camino de los bares que se veían desde casa allí al lado. Me volví y me conocieron enseguida, invitándome a unirme a ellos con sus gestos y vítores.
Los aires de fiesta, de marcha, de ganas de evasión, se reflejaban en Strawbwrry fields de los Beatles versión española y con letra cambiada: todo un insulto. Por lo visto se había convertido en el himno de aquel verano para los jóvenes a la hora de bajar la suave cuesta hacia el mar “déjame que te lleve conmigo porque voy a la arena ya, nada es real, y nada tienes que temer… me voy a la playa para siempre”.
Llegamos a un garito donde habían quedado con una tal Gabriela de la que había ido oyendo su nombre e intuyendo sus medidas a lo largo del camino. Fue una sorpresa ver que, con quien habían quedado era con la socorrista. Me quedé quieto, mirando embobado cómo los pantalones pirata blancos se ceñían a sus caderas de métrica noventa. Los hombres somos así, no es que se me estuvieran pegando los pensamientos sexuales de aquellos jóvenes.
Me presentaron. Ella sonrió:
- Sí, le conozco. Estaba jugando en la cancha y luego estuvo en la piscina, bromeando con los muchachos… ¿También le engañaron para venir acá?
- No… me uní a ellos por el camino… Eh… ¿Te apetece una copa?
Yo me moría por tomar algo, por la humedad de la noche, por la mujer que tenía delante y por cómo me ponía su acento argentino. Hacía mucho que no intimaba con una desconocida. Me puse nervioso, no sabía qué decir, y no dije nada. Ella pidió un Martini y se puso a hablarme como si nos conociéramos de toda la vida. Me empecé a sentir a gusto y, lo peor, al rato dejé de escucharla y, simplemente asentía, sonreía y me deleitaba con su cara.
Volví a escuchar cuando alguno de los chicos, celoso, venía a llevarse a Gabriela a la pista de baile. Ella rehusó un par de veces, y a la tercera fui yo el que, harto de beber mientras la miraba, la animó a bailar con el resto de aquella panda.
Eso fue otra cosa que también hacía mucho que no hacía y de la que siempre me habían calificado como un patoso pero, al oír “Aires de libertad, sangre combativa”, se me fueron los pies y comencé a bailar diciendo “Hey, chicos, esta es de mi época”. Y daba pasos hacia un lado, girando sobre un pie y volviendo a cruzar las piernas gritando “¡Hey! ¡Hey! ¡Matador!”, lo cual hizo que algunos me siguieran pero, sobre todo, que Gabriela encendiera unos ojos preciosos y sonriera al verme tan divertido.
Era un baile absurdo, simplemente ir de un extremo a otro de la pista, de lado, giro y vuelta. A mitad de canción la pista se hizo más pequeña de la gente que se fue animando a bailar. Casi al final, Gabriela dejó de mirarme y se puso a bailar justo delante de mí. Había cuatro o cinco filas de personas que iban y venían al compás de los tambores de la canción y la estrechez era tal que el de atrás se pegaba con el de delante. El culo de Gabriela me rozaba y, en broma o no, empezó a hacerlo cada vez más fuerte. Justo cuando el tema acabó, estábamos prácticamente pegados y yo, instintivamente, la agarré pasando mis brazos por delante de su vientre. Asomé mi cara por su hombro derecho y dije que hacía mucho que no bailaba un día de marcha. Ella giró su cara suavemente hacia la derecha, me clavó los ojos mientras aproximaba su cara y me besó con gran fuerza en la boca. Mi asombro no duró nada y la seguí, correspondiéndola con frenesí. Ella terminó de girar su cuerpo y lo estrechó contra el mío. Se notaban sus horas de piscina en sus pechos firmes y en los brazos y hombros torneados que fui recorriendo mientras mis pasos me encaminaban con torpeza, junto a los suyos, hacia fuera.
La luz del paseo hizo que paráramos nuestros besos. Sin hablarnos, nos adentramos en la arena de la playa donde la claridad de la calle se iba perdiendo dando paso a la tibieza de la luz lunar. Nos tiramos sobre aquel manto mullido y fresco por la brisa que pasaba a ras y que fuimos calentando con nuestros cuerpos poseídos por una pasión anárquica en besos y manos que apretaba fuertemente brazos, pechos, piernas… por encima y debajo de la ropa.
-Parate… ¿Qué hacemos acá como dos croquetas rebozándonos en la arena? -dijo sonriendo.-Tenés tu casa acá enfrente. Subamos…
Fue entonces cuando me subió la sangre a la cabeza, ya sin ginebra, y me recorrió un escalofrío mientras pensaba en lo que había hecho.
-No… no… no puedo, Gabriela, -dije mirando a todos lados menos a ella, mientras me incorporaba y me ponía de pie-. Creo que es un error por mi parte…
-No me digas, -dijo seria- estás casado…
Miré hacia abajo y ella se volvió hacia el mar, sentada en la arena con las rodillas recogidas contra su pecho. Intenté decir algo, pero fue un intento vano. Me di media vuelta, todavía cabizbajo, y me marché.
Entré en el apartamento. Ni siquiera encendí la luz. La claridad de la luna entraba por la puerta de la terraza. Fui en busca de la brisa que penetraba a través de ella quitándome la camisa mientras hinchaba los pulmones. Noté el olor a tabaco de vainilla que usaba mi mujer. Pensé por un momento que podía haber adelantado el viaje. Al salir a la terraza miré a la izquierda. Sentada junto a la mesa fumaba tranquilamente. No me miró, mientras daba la última calada con los ojos fijos en la playa, el frío inexistente recorría mi cuerpo erizándome el vello. Sólo dijo lo bueno que era tener un apartamento con vistas al mar.
1 comentario:
Gracias por esta ventana al mar, por la brisa fresca de tus palabras en la pantalla, por las promesas de los veranos.
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